Editorial periodico EL TIEMPO martes 16 de septiembre de 2008, BOGOTA, COLOMBIA
Preocupantes los resultados del estudio recién divulgado por la Defensoría del Pueblo sobre la salud mental en Colombia: al menos la tercera parte de sus ciudadanos sufren o han sufrido alguna enfermedad mental. De acuerdo con el informe, la mayoría de los colombianos que requieren tratamiento por esta causa son objeto de discriminación y estigmatización.
Los investigadores evidenciaron una disparidad en los planes de salud (POS) entre la atención de otros males crónicos y lo que se ofrece para los trastornos psiquiátricos. Hoy, si un afiliado al régimen subsidiado, que cobija a los más pobres, resulta afectado por una depresión severa, una crisis de ansiedad, o una alteración del sueño, solo puede aspirar a ser parcialmente atendido en urgencias, sin garantía de tratamiento.
Los del contributivo -con mayor capacidad de pago- cuentan con algunas alternativas, pero son incompletas y tienen un atraso de más de 20 años. A eso se suma el hecho de que los afectados por la drogadicción y la farmacodependencia, que aparentemente cada vez son más, tampoco tienen derecho al tratamiento debido, porque ninguna de estas condiciones se trata como lo que son: enfermedades mentales; su manejo hoy es más policivo que médico.
Frente a este cúmulo de barreras, no sorprende que, según la Asociación Colombiana de Psiquiatría, solo una de cada diez personas que en el país necesitan tratamiento siquiátrico efectivamente lo reciben. Buena parte de estos pacientes, y sus familiares, enfrentan las complicaciones que rodean al trastorno psiquiátrico sin la asistencia debida, a veces con consecuencias nefastas. Según la Asociación, el 60 por ciento de estos pacientes intentan quitarse la vida en algún momento; entre el 10 y el 15 por ciento lo consiguen.
No hay manera de entender por qué 15 años después de creado, en el sistema de salud persisten vacíos que generan el trato a estas personas como usuarios de segunda. A punta de acciones de tutela algunos logran acceder a tratamientos básicos. Otros tienen que acudir incluso a la denuncia pública. Ese es el caso de Carol Espinel. Durante dos semanas le rogó a la Nueva EPS por el suministro de dos medicamentos para el manejo de un problema cerebral que afecta a su hijo Juan Pablo, de 12 años.
Ella denunció el caso ante los medios de comunicación, y solo así logró que la entidad agilizara la entrega de las medicinas. Eso no borra el hecho de que el niño estuvo 15 días sin el tratamiento y tampoco garantiza que el suyo no se convierta en otro caso como el de Rodolfo C., abogado de 52 años que lucha contra el trastorno bipolar.
La entrega irregular de medicinas, las citas a meses con el especialista y los cortos tiempos de consulta le han impedido controlar este mal; por eso, su vida es un largo historial de crisis y hospitalizaciones que acabaron separándolo de su familia e incapacitándolo para trabajar.
Esto justifica de sobra que la Defensoría conmine al Ministerio de la Protección Social para que aplique la política nacional de salud mental (que la hay), y recomiende al Consejo Nacional de Seguridad Social en Salud que homologue el contenido del plan de beneficios de salud mental de los regímenes subsidiado y contributivo.
Esto requiere empezar por actualizar los tratamientos y reconocer que, en un país con antecedentes tan claros de violencia e inequidad social, las enfermedades mentales deben abordarse como patologías crónicas que urge atender y no como un embeleco de especialistas y de pacientes que la sociedad se niega a ver